jueves, 27 de septiembre de 2012

Un Hombre Armado Para Matar


Don Juan Godoy llegó borracho a donde mi abuela como a las siete de la noche. Desenfundando su pistola la descargó las balas sobre el mostrador de la tienda y sentenció: -estas balas son para metérselas a Julio.
Don Juan Godoy Jiménez, hermano de Josefina, la madre de mi madre. Era naturalmente mi tío. Por la mañana había invitado a desayunar al teniente coronel Carlos Castillo Armas, pero el caudillo no llegó.
Terminando mayo de 1954, ya era de noche, mi madre lloraba desconsolada. Aferrándose a la portezuela de un jeep descapotado del ejército nacional, clamando para que los militares no se llevaran a sus dos parientes porque seguramente iban a fusilarlos. Eran mis tíos don Florencio Castañeda y don Juan Godoy. Ellos estaban pensativos y pero tranquilos. Se los llevaron prisioneros y a los pocos días estaban de vuelta en Sitalá.
Mi tío Juan tenía sus terrenitos heredados, aunque su prestigio se debía a tramitar papeleo de leyes agrarias. Siempre había gente sentada en la sala de su casa. Pulcramente vestido, espalda erecta, pelo plateado,  tecleaba su máquina Royal redactando en papel sellado litigios de persona letrada.
Viendo las balas regadas sobre el gran vidrio que recubría el mostrador mi abuela asentía: -Sí, Juan Antonio.
El ya no dijo más, salió a la calle borracho y  erguido, con una mueca de locura asesina o quizá suicida  que no tenía nada de sonrisa. No sé por qué seguí sus pasos por aquellas calles empedradas, apenas iluminadas con bujías de 25 voltios.
Sitalá  está asentada sobre una leve pendiente y él caminaba calle abajo, yo detrás aunque no tan cerca. Cuando me di cuenta estábamos en las orillas del pueblo, a una cuadra del puente viejo. Todavía no eran las ocho de la noche y reinaba completo silencio. Sólo resonaban los zapatos de mi tío. De repente lo oigo proferir: -indio abusivo, baje inmediatamente el arma  porque, pues usted me debe respetar. Estaba dirigiéndose a uno de los cuatro centinelas armados de metralleta que resguardaban el perímetro íntegro de Sitalá. El vigía le contestó desde la oscuridad:  -cuidado se acerca señorito, porque lo mato. Mi tío aunque hizo ademán de enfrentarlo,  burlonamente se encaminó a la cantina del señor Villeda que estaba frente a la esquina del centinela. Tocó la puerta de la cantina, abrieron y entró. Rápido cerraron y la noche me envolvió en su silencio y penumbra.
El destino ya lo tenía elegido para la violencia final. Cuatro años después  mi tío Juan mató a Mingo Ardón, un muchacho liberacionista y virtuoso marimbero. Lo mató por llevar al baile de gala a la trapecista del circo.
-Aquí sólo ingresa gente decente de Sitala. Este salón se respeta. Usted puede quedarse pero la cirquera se va. Mingo agarró amoroso la mano de la hermosa forastera y don Juan Godoy lo mató sin mayores trámites. Por eso digo que también los liberacionistas se mataban a fogonazos.         

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