Miré la
gente subir a un camión de palangana que ostentaba frontalmente la marca International. Ese camión había
llegado de afuera, a saber de dónde. Los que iban a pelear trepaban por los
peldaños de la puerta trasera colgada
por dos cadenas de hierro hasta casi tocar el suelo. La palangana era como una
gran bandeja rodeada por cuatro barandales de madera pintada de azul. No había
donde sentarse porque era camión
para transportar mercaderías. Estuve
viendo hasta que arrancó International con unos cuarenta muchachos encima. Se
llevaba algunos de las
mejores familias entremezclados con campesinos de ropa remendada y caites amarrados por
gruesos cordones de cuero curtido. No todos iban armados, sólo unos cuantos
portaban fusil con culata de madera que parecía pesar mucho.
En Sitalá no había muchas armas de fuego.
Apenas algunas viejas
escopetas de cacería. Lo que si abundaban eran machetes,
verduguillos, navajas, puñales. Toda la gran familia de armas blancas con las
cuales ejercer una violencia feroz, que incluía cortar la lengua del enemigo o
quitarle los huevos. Hasta ocurrían zafarranchos a machetazos entre los mayas
que dejaban indígenas caminando como sonámbulos ensangrentados sosteniendo sus
propias tripas. Destazar gente un acto de violencia normal, pero eran
legendarios los muertos con pistola. Por eso resultaba temible la figura rubia
de don Chico Jiménez que, cuando se emborrachaba, pistola antediluviana en
mano, jineteando una hermosa yegua
tras su hermano Enrique para matarlo. Don Enrique y su señora esposa cerraban
puertas, ventanas y balcones hasta que cesaba la borrachera asesina. Ese
magnífico espectáculo sucedía cada seis meses. Otro suceso fue del apodado Mono
Rojo, quien se pegó un tiro en el ojo izquierdo. No logró suicidarse y algunas
veces lo vi pasar como tromba, medio borracho y furibundo, manejando con un ojo
el único sidecar que corría por aquella villa.
Pero esta vez los jóvenes de Sitalá partieron
con un fusil al hombro. En la calle nublada había gente mayor, hombres y mujeres, parientes que
sollozaban o simplemente se
les rodaban las lágrimas. Eso fue al tercer día que entraron los
liberacionistas. Apenas habían tenido día y medio para entrenarse en la plaza
con gramilla frente a la alcaldía municipal, pero ahora iban a pelear contra
el ejército nacional. Me
quedé en la calle empedrada, junto
a los afligidos parientes de aquellos combatientes improvisados hasta que perdí
de vista los sombreros de
palma amarillenta que sobresalían del camión cuando se perdió en el cruce hacia
la carretera.
Eso fue como a las nueve de la mañana un día
en la primera semana de junio. Ya no vi más movimiento de camiones,
ni liberacionistas de brazalete azul con una espadita como insignia. No vi
ni escuché nada, hasta el día siguiente como a las
cinco de la tarde cuando regresó International con el cadáver de David Villeda,
un muchacho veinteañero de las familias honorables. También regresaba Licho
López con una piedra destrozada, que luego se la amputaron. Pablo Morales
apareció vivito y contento meses después. Contó que cuando se dio cuenta de la
balacera tiró su fusil a la mierda y se deslizó por los breñales de la serranía
entre Ceniceras y la Oscurana, teatro de la guerra a unos veinte kilómetros de donde
vivíamos. Allí aconteció el único enfrentamiento armado entre los
liberacionistas y el ejército nacional. Los sitaleños habían entregado su
sangre en una escaramuza perdida sobre dos sitios perdidos en el mapa.
Los liberacionistas salieron derrotados.
Sitalá lloraba y enterró a sus muertos como una contribución de sangre contra el
comunismo. La gente se
vistió de luto y tristeza.
Nadie sabía mayor cosa de lo que había
ocurrido, pero yo sentía que algo se movía arriba de los liberacionistas. Una
señal aparatosa era ese avión que cruzaba cada vez más bajo lanzado papelitos de viva la
liberación y muerte al comunismo ateo. Yo sentía que esos liberacionistas eran
un puñado de gente sin rumbo fijo, pero otra fuerza oscura y distante iba a cambiar mi
mundo.
Así que casi al anochecer ingresó
siniestramente International con el cadáver y los heridos. Al día
siguiente los jefes liberacionistas abandonaron la villa. El teniente coronel
Carlos Castillo Armas había brillado por su ausencia durante la despedida de
los alistados. El caudillo llegó, perdió y se fue de Sitalá sin decir adiós.
No hay comentarios:
Publicar un comentario