jueves, 27 de septiembre de 2012

Carlos Castillo Armas perdió la batalla de Sitalá


Miré  la gente subir a un camión de palangana que ostentaba  frontalmente la marca  International. Ese camión había llegado de afuera, a saber de dónde. Los que iban a pelear trepaban por los peldaños de la puerta trasera  colgada por dos cadenas de hierro hasta casi tocar el suelo. La palangana era como una gran bandeja rodeada por cuatro barandales de madera pintada de azul. No había donde sentarse porque era  camión para transportar mercaderías.  Estuve viendo hasta que arrancó International con unos cuarenta muchachos encima. Se llevaba algunos  de las mejores familias entremezclados con campesinos de ropa remendada y caites  amarrados por gruesos cordones de cuero curtido. No todos iban armados, sólo unos cuantos portaban fusil con culata de madera que parecía pesar mucho.

En Sitalá no había muchas armas de fuego. Apenas algunas  viejas escopetas de  cacería. Lo que si abundaban eran machetes, verduguillos, navajas, puñales. Toda la gran familia de armas blancas con las cuales ejercer una violencia feroz, que incluía cortar la lengua del enemigo o quitarle los huevos. Hasta ocurrían zafarranchos a machetazos entre los mayas que dejaban indígenas caminando como sonámbulos ensangrentados sosteniendo sus propias tripas. Destazar gente un acto de violencia normal, pero eran legendarios los muertos con pistola. Por eso resultaba temible la figura rubia de don Chico Jiménez que, cuando se emborrachaba, pistola antediluviana en mano, jineteando una hermosa  yegua tras su hermano Enrique para matarlo. Don Enrique y su señora esposa cerraban puertas, ventanas y balcones hasta que cesaba la borrachera asesina. Ese magnífico espectáculo sucedía cada seis meses. Otro suceso fue del apodado Mono Rojo, quien se pegó un tiro en el ojo izquierdo. No logró suicidarse y algunas veces lo vi pasar como tromba, medio borracho y furibundo, manejando con un ojo el único sidecar que corría por aquella villa. 

Pero esta vez los jóvenes de Sitalá partieron con un fusil al hombro. En la calle nublada había gente mayor, hombres  y mujeres, parientes que sollozaban  o simplemente se les rodaban las lágrimas. Eso fue al tercer día que entraron los liberacionistas. Apenas habían tenido día y medio para entrenarse en la plaza con gramilla frente a la alcaldía municipal, pero ahora iban a pelear contra el  ejército nacional. Me quedé en la calle empedrada,  junto a los afligidos parientes de aquellos combatientes improvisados hasta que perdí de vista  los sombreros de palma amarillenta que sobresalían del camión cuando se perdió en el cruce hacia la carretera.

Eso fue como a las nueve de la mañana un día en la primera semana de junio. Ya no vi más  movimiento de camiones, ni liberacionistas de brazalete azul con una espadita como insignia. No vi ni escuché  nada,  hasta el día siguiente como a las cinco de la tarde cuando regresó International con el cadáver de David Villeda, un muchacho veinteañero de las familias honorables. También regresaba Licho López con una piedra destrozada, que luego se la amputaron. Pablo Morales apareció vivito y contento meses después. Contó que cuando se dio cuenta de la balacera tiró su fusil a la mierda y se deslizó por los breñales de la serranía entre Ceniceras y la Oscurana, teatro de la guerra  a unos veinte kilómetros de donde vivíamos. Allí aconteció el único enfrentamiento armado entre los liberacionistas y el ejército nacional. Los sitaleños habían entregado su sangre en una escaramuza perdida sobre dos sitios perdidos en el mapa.

Los liberacionistas salieron derrotados. Sitalá lloraba y enterró a sus muertos como  una contribución de sangre contra el comunismo. La gente  se vistió de luto y tristeza.

Nadie sabía mayor cosa de lo que había ocurrido, pero yo sentía que algo se movía arriba de los liberacionistas. Una señal aparatosa era ese avión que cruzaba cada vez más bajo  lanzado papelitos de viva la liberación y muerte al comunismo ateo. Yo sentía que esos liberacionistas eran un puñado de gente sin rumbo fijo, pero otra fuerza oscura  y distante iba a cambiar mi mundo.   

Así que casi al anochecer ingresó siniestramente  International   con el cadáver y los heridos. Al día siguiente los jefes liberacionistas abandonaron la villa. El teniente coronel Carlos Castillo Armas había brillado por su ausencia durante la despedida de los alistados. El caudillo llegó, perdió y se fue de Sitalá sin decir adiós.

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