jueves, 27 de septiembre de 2012

El obispo Luna ya había llegado a sembrar la paz


Ni durante aquellos días fatídicos cerraron las casas en Sitalá. Las puertas seguían abiertas porque  todos nos conocíamos y hasta resultábamos casi parientes con tantos siglos de endogamia. Está claro que había ricos y pobres, incluso con envidias, pero lo que más envenenaba era el rencor por algún hecho de sangre, aunque ya lejano no era olvidado por los familias. Ese era mi caso y para complicarlo también yo era mitad evangélico, mitad católico, lo cual  era a su vez una ventaja, pues me permitía entrar a todos los hogares en esa condición de niño sin religión determinada. 

 
Aunque las puertas seguían abiertas, las calles estaban desiertas de gente adulta; solamente niños callejeando, casi todos varones, pues las niñas por costumbre rara vez salían, apenas para comprar alguna cosa y de nuevo a encerrarse. Ahora eran los hombres adultos los encerrados, los que no andaban por la calle, ni en el billar, ni en las cantinas. De manera que había un  ambiente de silencio desacostumbrado, porque las mujeres ni contaban, paradas en los portones, mirando para todos lados, con las manos enganchadas a la cintura.

 
A esa edad yo hablaba con todos los pequeños, pero no recuerdo especialmente algún amigo de siete años. Quizá no tenía ningún amigo, aunque  eso no era impedimento para andar vagando. Ya era experto en entrar y salir de las casas, donde a veces me quedaba a comer algo como invitado. Lo mismo pasaba con la iglesia colonial, la conocía desde el atrio hasta la sacristía y subía al campanario para corretear por la bóveda  hasta treparme  en la cúpula y contemplar desde esas alturas el paisaje de casas y más allá los cerros y todavía más allá, las nubes.
 
De igual modo entraba a la capilla evangélica para cortar mangos  y limalimones. A esa no le llamaban iglesia, sino capilla de los protestantes. Eran unas pocas familias evangélicas de la denominación Amigos, fundada por misioneros estadounidenses a inicios del siglo veinte.

 
Además de los católicos que eran la gran mayoría de habitantes, estaba la cofradía indígena, con sus ritos inmemoriales, sus celebraciones sonoras con aquel como resoplo emitido por el caracol, con el tamborón que retumbaba desde alguna aldea montañera, con la chirimía saltando de tonos al compás medio borracho del  músico pagano.

 
Todo eso lo había visto y vivido, así como la diversión del circo que llegaba una vez al año con su volatinera de piel dorada, rostro tocado con estrellitas plateadas,  medio desnuda en su apretado traje de baño verde limón. Aparte de eso, la otra distracción en aquellos años cincuenta habían sido los húngaros que acampaban por meses en el espacioso campo de zacate, situado entre la casa de mi abuela y la mole del templo católico. Aquellos húngaros reparaban los peroles de cobre que mi abuela necesitaba para hacer sus dulces de zapote, manzanilla, toronja, piña, mango y mil sabores más. A nuestra casa entraban aquellas húngaras,  blancas como la leche,  arrastrando sus faldas de colores brillantes. Entraban para llenar de agua sus jarras, porque mi abuela les daba permiso.

 
 Esos húngaros fueron la primera tribu que conocí, con niños y niñas, mujeronas y hombres que se mantenían todo el día viendo la dentadura de un atajo de de yeguas y caballos para negociar con aquellos últimos jinetes, mis paisanos.

 
Así como entraba y salía por todos lados, así entré a la casa parroquial al ver amontonarse un puñado de señores de Sitalá. Había llegado monseñor Luna. Eso fue un día antes de que llegara el teniente coronel. Creo que a monseñor Constantino Luna ya le decían señor obispo. La gente se hincaba y le besaba un anillo reluciente de la mano derecha.

 
- Que la gente de Sitalá ponga un trapo blanco en señal de paz y rendición, oí decirle a monseñor Constantino Luna Pianegonda.

 
 Los señores de Sitalá cuchicheaban y luego salían disparados. Eso fue como a las cuatro de la tarde en aquel junio de la invasión. A las seis, entre la claridad moribunda del día,  colgaban trapos blancos en todos los postigos de Sitalá. A esas horas monseñor Luna ya estaría regresando a Zacapa, su sede apostólica, después de sembrar paz en la desarmada villa.

 
Aquella no fue una rendición impuesta sólo por el emisario del Cristo Negro, pues se notaba  complicidad en casi toda la gente, especialmente  católicos y aquellos de la cofradía maya. Juntaron sus creencias tradicionales para apoyar voluntariamente la invasión.

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