Ni
durante aquellos días fatídicos cerraron las casas en Sitalá. Las puertas
seguían abiertas porque todos
nos conocíamos y hasta resultábamos casi parientes con tantos siglos de
endogamia. Está claro que había ricos y pobres, incluso con envidias, pero lo
que más envenenaba era el rencor por algún hecho de sangre, aunque ya lejano no
era olvidado por los familias. Ese era mi caso y para complicarlo también yo
era mitad evangélico, mitad católico, lo cual era a su vez una ventaja, pues me
permitía entrar a todos los hogares en esa condición de niño sin religión
determinada.
Aunque
las puertas seguían abiertas, las calles estaban desiertas de gente adulta;
solamente niños callejeando, casi todos varones, pues las niñas por costumbre
rara vez salían, apenas para comprar alguna cosa y de nuevo a encerrarse. Ahora
eran los hombres adultos los encerrados, los que no andaban por la calle, ni en
el billar, ni en las cantinas. De manera que había un ambiente de silencio desacostumbrado,
porque las mujeres ni contaban, paradas en los portones, mirando para todos
lados, con las manos enganchadas a la cintura.
A
esa edad yo hablaba con todos los pequeños, pero no recuerdo especialmente
algún amigo de siete años. Quizá no tenía ningún amigo, aunque eso no era impedimento para andar
vagando. Ya era experto en entrar y salir de las casas, donde a veces me
quedaba a comer algo como invitado. Lo mismo pasaba con la iglesia colonial, la
conocía desde el atrio hasta la sacristía y subía al campanario para corretear
por la bóveda hasta
treparme en la cúpula y
contemplar desde esas alturas el paisaje de casas y más allá los cerros y
todavía más allá, las nubes.
De
igual modo entraba a la capilla evangélica para cortar mangos y limalimones. A esa no le llamaban
iglesia, sino capilla de los protestantes. Eran unas pocas familias evangélicas
de la denominación Amigos, fundada por misioneros estadounidenses a inicios del
siglo veinte.
Además
de los católicos que eran la gran mayoría de habitantes, estaba la cofradía
indígena, con sus ritos inmemoriales, sus celebraciones sonoras con aquel como
resoplo emitido por el caracol, con el tamborón que retumbaba desde alguna
aldea montañera, con la chirimía saltando de tonos al compás medio borracho
del músico pagano.
Todo
eso lo había visto y vivido, así como la diversión del circo que llegaba una
vez al año con su volatinera de piel dorada, rostro tocado con estrellitas
plateadas, medio desnuda en
su apretado traje de baño verde limón. Aparte de eso, la otra distracción en
aquellos años cincuenta habían sido los húngaros que acampaban por meses en el
espacioso campo de zacate, situado entre la casa de mi abuela y la mole del
templo católico. Aquellos húngaros reparaban los peroles de cobre que mi abuela
necesitaba para hacer sus dulces de zapote, manzanilla, toronja, piña, mango y
mil sabores más. A nuestra casa entraban aquellas húngaras, blancas como la leche, arrastrando sus faldas de colores
brillantes. Entraban para llenar de agua sus jarras, porque mi abuela les daba
permiso.
Esos
húngaros fueron la primera tribu que conocí, con niños y niñas, mujeronas y
hombres que se mantenían todo el día viendo la dentadura de un atajo de de
yeguas y caballos para negociar con aquellos últimos jinetes, mis paisanos.
Así
como entraba y salía por todos lados, así entré a la casa parroquial al ver
amontonarse un puñado de señores de Sitalá. Había llegado monseñor Luna. Eso
fue un día antes de que llegara el teniente coronel. Creo que a monseñor
Constantino Luna ya le decían señor obispo. La gente se hincaba y le besaba un
anillo reluciente de la mano derecha.
-
Que la gente de Sitalá ponga un trapo blanco en señal de paz y rendición, oí
decirle a monseñor Constantino Luna Pianegonda.
Los
señores de Sitalá cuchicheaban y luego salían disparados. Eso fue como a las
cuatro de la tarde en aquel junio de la invasión. A las seis, entre la claridad
moribunda del día, colgaban
trapos blancos en todos los postigos de Sitalá. A esas horas monseñor Luna ya
estaría regresando a Zacapa, su sede apostólica, después de sembrar paz en la
desarmada villa.
Aquella
no fue una rendición impuesta sólo por el emisario del Cristo Negro, pues se
notaba complicidad en casi
toda la gente, especialmente católicos
y aquellos de la cofradía maya. Juntaron sus creencias tradicionales para
apoyar voluntariamente la invasión.
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