jueves, 27 de septiembre de 2012

El Día que Conocí a Castillo Armas


-¡Retírense !

 Voz de mando un poco aflautada en aquella cara  como cáscara  de palo resecado por aires de tierra caliente. Tenía un medio bigotito, negro y lacio. La cabeza descubierta, sin birrete, sin kepis, con el pelo recortado a la manera de los soldados. Su cuerpo encasquetado dentro uniforme color caqui le quedaba como bailando, dándole un toque de payasito triste.
 
No volvió a repetir la orden, ni tenía porque hacerlo. Con una vez bastó para que, con mi hermanito, entendiéramos.  El señor tenía toda la razón, aunque nosotros creyéramos que estábamos ayudando a secar las gomas y las varillas del parabrisas de La Lupita, así se llamaba  la camionetilla de doña Guadalupe Baldelomar.

En junio siempre llueve en  Sitalá. Eran como las once de la mañana  y apenas caían unos goterones desganados. Pero ya amenazaba el aguacero con aquellos truenos que retumbaban por el redondel de cerros y tronaban allí abajo en Sitalá, como ecos recién llegados de otro mundo. Aguacero y después sol. Una y otra vez. Así llueve por esos lugares.

Había sol cuando todavía trasteábamos las varillas rellenas de hule , mirando  el vidrio delantero chorreando agua enlodada.  Dos niños traviesos trataban de secar el vidrio.En esas estábamos cuando salió la voz  seca y ablandada del que parecía soldado.

En ese momento La Lupita estaba  estacionada frente a la oficina de correos y telégrafos. De esa oficina salió aquella mañana de junio el teniente coronel Carlos Castillo Armas quien tenía toda la razón, aunque yo lo sintiera como regaño. La camionetilla no era de él, quizá se la habían prestado ya que casi toda la gente en  la muy noble y muy leal villa de Sitalá  propalaba ser castilloarmista, demostrándole apoyo incondicional a un desconocido  al que empezaban a llamar caudillo.

 Mi hermanito se había ido a saber para dónde  y la atmósfera era un fulgor naranja en vez del gris tormentoso anunciándose hacía apenas unos instantes.

Mi edad: ocho años. Mi mundo pleno: Sitalá. Como amaba, dios mío, ese pequeño mundo. Quizá para otros era un cascarón de casonas viejas entreveradas por calles destartaladas. Para mi era la plenitud, el juguete perfecto. Los callejones de lodo rojizo, una mina para hacer carreteras y efímeros castillitos de arena;  los escarabajos vivos y torpes, blindados como tanques de guerra. Sobre ellos cayó mi violencia después del ademán de policía: ¡retírense!

 En ese momento algo sinistro estaba sucediendo, algo como un terremoto aunque la tierra estuviera  firme. Era un terremoto de otra clase que no podía adivinar, sólo el presentimiento doloroso de que algo malo volaba alrededor como viento negro.

Lo cierto es que había visto al famoso Castillo Armas. Y había hablado, pero no fue ni un saludo amable, ni una broma chispada, menos una sonrisa. Era una orden con regaño de guardián. ¡retírense!.

Nunca se me olvidó la vez que conocí al teniente coronel  Castillo Armas. Nunca más lo volví a ver en persona. El estaba solito, íngrimo. Así salió al andén porque quizá oyó bulla de niños traviesos. Y tenía razón de enojarse al vernos fregar la camionetilla. Ahora con este montón de recuerdos, pienso que tal vez el teniente coronel estaba poniendo un telegrama o llamando por aquel teléfono de manubrio, medio gritando aló, aló, aló, a saber  a quién. Yo me retiré sin decir nada y  cuando  llegué a la casa fue sólo para oír  a cada rato que Sitalá estaba tomada por las tropas de la liberación nacional dirigidas por el libertador Castillo Arnas, aquel hombrecito que no daba ni miedo ni nada en la oficina de correos. Al día siguiente, siempre a las once de la mañana, miré las tropas de campesinos desarmados, el pelo recortado en disminución alta y calzando caites hechos con rebanadas de hule de llantas marca goodyear. Eran campesinos de las aldeas de Sitalá,  los mismos que llegaban cada domingo a la plaza para vender y comprar sus cositas. Sólo me admiré de ver aquellos dos o tres señores extraños con sus pequeñas metralletas colgadas al hombro. ¿cómo había aparecido eso?  ¿qué más iba a suceder?

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