jueves, 27 de septiembre de 2012

Comunistas y Anticomunistas de Sitalá


En Sitalá hay una  camarilla de comunistas que no creen en Dios. Esos están tratando que el gobierno se adueñe de los nuestros hijos pequeños, quitárselos a su legítima familia. Quieren hacer lo mismo que aquellos rojos de Rusia. Allá los deshuesan para fabricar jabón con su carnita molida. Destruir la familia y que sólo el gobierno sea dueño de todo. La mujer también sería para quienquiera acostarse con ella. Ya no habrá respeto al hogar, menos a la propiedad. Las huertas con todo y casa, cafetalitos,  moliendas de caña para panela, las vacas,  potreros, maizales,  terrenos sin sembrar, toda propiedad privada, sea por herencia o comprada debe pasar a manos del gobierno. Eso es un robo que no permitiremos. Quitarnos todo, hasta nuestras creencias cristianas y dejar de  ser fieles a la familia y a la patria. Quieren entregarnos a una potencia extranjera donde únicamente manda el dictador Stalin. Robarnos la libertad para someternos a la esclavitud. Ese es su propósito, el mismo que los rusos ya hicieron en Hungría, Polonia y en más satélites del oso rojo. Repetiremos que esa camarilla de gente son ateos, enemigos de la familia, de la propiedad privada y de nuestras sagradas tradiciones. Nosotros creemos en el Cristo Negro, la santísima Virgen y las verdades del Santo Padre que está en Roma.
Somos anticomunistas porque no queremos ser iguales. Todos somos diferentes, así nacimos, así nos hizo Dios  y así moriremos. No aceptamos sus falsas promesas. Queremos seguir siendo como fueron nuestros antepasados españoles con apellidos Villeda, Guerra, Monroy, Aldana, Machón, Torres, Mejía, López, Ramírez, Godoy, Sandoval  y tantos más que le han dado lustre a la noble villa de Sitalá, por ejemplo don Jerónimo Marroquín Julián, que no es indio como dicen, pues  aquí no hay gente de esa raza ni hablamos en dialecto. El es mezclado, mestizo, por eso nos puede ayudar bastante para convencer a los campesinos, especialmente en  la cofradía de San Francisco Conquistador. Pobres pero libres, y así queremos seguir viviendo siempre. Albañiles, carpinteros, agricultores, dueños de alguna tiendecita, herreros, ordeñamos unas vaquitas y vendemos leche, queso fresco, requesón, mantequilla, hasta hay dos sepultureros para enterrar los muertos. Eso es todo lo que somos. No tenemos casas llenas de lujos, casi siguen igual como vivieron los abuelos. Quizá por eso a veces escuchamos sus voces,  miramos su sombra, los vemos caminar por estos largos corredores.  Todas las noches rezamos para vencer al enemigo. Sabemos que los pueblos hermanos de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Estados Unidos están apoyando porque también son amantes de la libertad. Seguiremos en el bando del teniente Coronel Carlos Castillo Armas, no solamente hoy que es junio de 1954, sino todo el tiempo,  puesto que él es nuestro caudillo para salvarnos de las garras del carnicero rojo.
Los culpables son esas personas comunistas y herejes. Qué bonito, regalar lo que no les cuesta. Ellos soliviantaron el ánimo de los campesinos que ahora pretenden faltarnos el respeto y alegan tener derecho  sobre nuestros bienes. Ellos siembre habían sido respetuosos y obedientes, pero ahora se han vuelto abusivos con sus patronos.  Si hasta tierra les damos para que tengan su maíz y frijol. Por qué exigir más.  Los campesinos siempre han sido mozos, peones, jornaleros, mandaderos, arrieros, leñadores. Sus hijas son sirvientas en nuestra casa.  Hasta somos padrinos de sus hijitos.
Y no me cansaré de repetirlo,  todos en Sitalá  vivíamos como una gran familia hasta que estos comunistas, desgraciadamente nacieron aquí, empezaron con su alboroto de repartir todas nuestras cosas y querer cambiar un modo de vida desde que Sitalá existe. Eso es imposible.

Un Hombre Armado Para Matar


Don Juan Godoy llegó borracho a donde mi abuela como a las siete de la noche. Desenfundando su pistola la descargó las balas sobre el mostrador de la tienda y sentenció: -estas balas son para metérselas a Julio.
Don Juan Godoy Jiménez, hermano de Josefina, la madre de mi madre. Era naturalmente mi tío. Por la mañana había invitado a desayunar al teniente coronel Carlos Castillo Armas, pero el caudillo no llegó.
Terminando mayo de 1954, ya era de noche, mi madre lloraba desconsolada. Aferrándose a la portezuela de un jeep descapotado del ejército nacional, clamando para que los militares no se llevaran a sus dos parientes porque seguramente iban a fusilarlos. Eran mis tíos don Florencio Castañeda y don Juan Godoy. Ellos estaban pensativos y pero tranquilos. Se los llevaron prisioneros y a los pocos días estaban de vuelta en Sitalá.
Mi tío Juan tenía sus terrenitos heredados, aunque su prestigio se debía a tramitar papeleo de leyes agrarias. Siempre había gente sentada en la sala de su casa. Pulcramente vestido, espalda erecta, pelo plateado,  tecleaba su máquina Royal redactando en papel sellado litigios de persona letrada.
Viendo las balas regadas sobre el gran vidrio que recubría el mostrador mi abuela asentía: -Sí, Juan Antonio.
El ya no dijo más, salió a la calle borracho y  erguido, con una mueca de locura asesina o quizá suicida  que no tenía nada de sonrisa. No sé por qué seguí sus pasos por aquellas calles empedradas, apenas iluminadas con bujías de 25 voltios.
Sitalá  está asentada sobre una leve pendiente y él caminaba calle abajo, yo detrás aunque no tan cerca. Cuando me di cuenta estábamos en las orillas del pueblo, a una cuadra del puente viejo. Todavía no eran las ocho de la noche y reinaba completo silencio. Sólo resonaban los zapatos de mi tío. De repente lo oigo proferir: -indio abusivo, baje inmediatamente el arma  porque, pues usted me debe respetar. Estaba dirigiéndose a uno de los cuatro centinelas armados de metralleta que resguardaban el perímetro íntegro de Sitalá. El vigía le contestó desde la oscuridad:  -cuidado se acerca señorito, porque lo mato. Mi tío aunque hizo ademán de enfrentarlo,  burlonamente se encaminó a la cantina del señor Villeda que estaba frente a la esquina del centinela. Tocó la puerta de la cantina, abrieron y entró. Rápido cerraron y la noche me envolvió en su silencio y penumbra.
El destino ya lo tenía elegido para la violencia final. Cuatro años después  mi tío Juan mató a Mingo Ardón, un muchacho liberacionista y virtuoso marimbero. Lo mató por llevar al baile de gala a la trapecista del circo.
-Aquí sólo ingresa gente decente de Sitala. Este salón se respeta. Usted puede quedarse pero la cirquera se va. Mingo agarró amoroso la mano de la hermosa forastera y don Juan Godoy lo mató sin mayores trámites. Por eso digo que también los liberacionistas se mataban a fogonazos.         

Carlos Castillo Armas perdió la batalla de Sitalá


Miré  la gente subir a un camión de palangana que ostentaba  frontalmente la marca  International. Ese camión había llegado de afuera, a saber de dónde. Los que iban a pelear trepaban por los peldaños de la puerta trasera  colgada por dos cadenas de hierro hasta casi tocar el suelo. La palangana era como una gran bandeja rodeada por cuatro barandales de madera pintada de azul. No había donde sentarse porque era  camión para transportar mercaderías.  Estuve viendo hasta que arrancó International con unos cuarenta muchachos encima. Se llevaba algunos  de las mejores familias entremezclados con campesinos de ropa remendada y caites  amarrados por gruesos cordones de cuero curtido. No todos iban armados, sólo unos cuantos portaban fusil con culata de madera que parecía pesar mucho.

En Sitalá no había muchas armas de fuego. Apenas algunas  viejas escopetas de  cacería. Lo que si abundaban eran machetes, verduguillos, navajas, puñales. Toda la gran familia de armas blancas con las cuales ejercer una violencia feroz, que incluía cortar la lengua del enemigo o quitarle los huevos. Hasta ocurrían zafarranchos a machetazos entre los mayas que dejaban indígenas caminando como sonámbulos ensangrentados sosteniendo sus propias tripas. Destazar gente un acto de violencia normal, pero eran legendarios los muertos con pistola. Por eso resultaba temible la figura rubia de don Chico Jiménez que, cuando se emborrachaba, pistola antediluviana en mano, jineteando una hermosa  yegua tras su hermano Enrique para matarlo. Don Enrique y su señora esposa cerraban puertas, ventanas y balcones hasta que cesaba la borrachera asesina. Ese magnífico espectáculo sucedía cada seis meses. Otro suceso fue del apodado Mono Rojo, quien se pegó un tiro en el ojo izquierdo. No logró suicidarse y algunas veces lo vi pasar como tromba, medio borracho y furibundo, manejando con un ojo el único sidecar que corría por aquella villa. 

Pero esta vez los jóvenes de Sitalá partieron con un fusil al hombro. En la calle nublada había gente mayor, hombres  y mujeres, parientes que sollozaban  o simplemente se les rodaban las lágrimas. Eso fue al tercer día que entraron los liberacionistas. Apenas habían tenido día y medio para entrenarse en la plaza con gramilla frente a la alcaldía municipal, pero ahora iban a pelear contra el  ejército nacional. Me quedé en la calle empedrada,  junto a los afligidos parientes de aquellos combatientes improvisados hasta que perdí de vista  los sombreros de palma amarillenta que sobresalían del camión cuando se perdió en el cruce hacia la carretera.

Eso fue como a las nueve de la mañana un día en la primera semana de junio. Ya no vi más  movimiento de camiones, ni liberacionistas de brazalete azul con una espadita como insignia. No vi ni escuché  nada,  hasta el día siguiente como a las cinco de la tarde cuando regresó International con el cadáver de David Villeda, un muchacho veinteañero de las familias honorables. También regresaba Licho López con una piedra destrozada, que luego se la amputaron. Pablo Morales apareció vivito y contento meses después. Contó que cuando se dio cuenta de la balacera tiró su fusil a la mierda y se deslizó por los breñales de la serranía entre Ceniceras y la Oscurana, teatro de la guerra  a unos veinte kilómetros de donde vivíamos. Allí aconteció el único enfrentamiento armado entre los liberacionistas y el ejército nacional. Los sitaleños habían entregado su sangre en una escaramuza perdida sobre dos sitios perdidos en el mapa.

Los liberacionistas salieron derrotados. Sitalá lloraba y enterró a sus muertos como  una contribución de sangre contra el comunismo. La gente  se vistió de luto y tristeza.

Nadie sabía mayor cosa de lo que había ocurrido, pero yo sentía que algo se movía arriba de los liberacionistas. Una señal aparatosa era ese avión que cruzaba cada vez más bajo  lanzado papelitos de viva la liberación y muerte al comunismo ateo. Yo sentía que esos liberacionistas eran un puñado de gente sin rumbo fijo, pero otra fuerza oscura  y distante iba a cambiar mi mundo.   

Así que casi al anochecer ingresó siniestramente  International   con el cadáver y los heridos. Al día siguiente los jefes liberacionistas abandonaron la villa. El teniente coronel Carlos Castillo Armas había brillado por su ausencia durante la despedida de los alistados. El caudillo llegó, perdió y se fue de Sitalá sin decir adiós.

El obispo Luna ya había llegado a sembrar la paz


Ni durante aquellos días fatídicos cerraron las casas en Sitalá. Las puertas seguían abiertas porque  todos nos conocíamos y hasta resultábamos casi parientes con tantos siglos de endogamia. Está claro que había ricos y pobres, incluso con envidias, pero lo que más envenenaba era el rencor por algún hecho de sangre, aunque ya lejano no era olvidado por los familias. Ese era mi caso y para complicarlo también yo era mitad evangélico, mitad católico, lo cual  era a su vez una ventaja, pues me permitía entrar a todos los hogares en esa condición de niño sin religión determinada. 

 
Aunque las puertas seguían abiertas, las calles estaban desiertas de gente adulta; solamente niños callejeando, casi todos varones, pues las niñas por costumbre rara vez salían, apenas para comprar alguna cosa y de nuevo a encerrarse. Ahora eran los hombres adultos los encerrados, los que no andaban por la calle, ni en el billar, ni en las cantinas. De manera que había un  ambiente de silencio desacostumbrado, porque las mujeres ni contaban, paradas en los portones, mirando para todos lados, con las manos enganchadas a la cintura.

 
A esa edad yo hablaba con todos los pequeños, pero no recuerdo especialmente algún amigo de siete años. Quizá no tenía ningún amigo, aunque  eso no era impedimento para andar vagando. Ya era experto en entrar y salir de las casas, donde a veces me quedaba a comer algo como invitado. Lo mismo pasaba con la iglesia colonial, la conocía desde el atrio hasta la sacristía y subía al campanario para corretear por la bóveda  hasta treparme  en la cúpula y contemplar desde esas alturas el paisaje de casas y más allá los cerros y todavía más allá, las nubes.
 
De igual modo entraba a la capilla evangélica para cortar mangos  y limalimones. A esa no le llamaban iglesia, sino capilla de los protestantes. Eran unas pocas familias evangélicas de la denominación Amigos, fundada por misioneros estadounidenses a inicios del siglo veinte.

 
Además de los católicos que eran la gran mayoría de habitantes, estaba la cofradía indígena, con sus ritos inmemoriales, sus celebraciones sonoras con aquel como resoplo emitido por el caracol, con el tamborón que retumbaba desde alguna aldea montañera, con la chirimía saltando de tonos al compás medio borracho del  músico pagano.

 
Todo eso lo había visto y vivido, así como la diversión del circo que llegaba una vez al año con su volatinera de piel dorada, rostro tocado con estrellitas plateadas,  medio desnuda en su apretado traje de baño verde limón. Aparte de eso, la otra distracción en aquellos años cincuenta habían sido los húngaros que acampaban por meses en el espacioso campo de zacate, situado entre la casa de mi abuela y la mole del templo católico. Aquellos húngaros reparaban los peroles de cobre que mi abuela necesitaba para hacer sus dulces de zapote, manzanilla, toronja, piña, mango y mil sabores más. A nuestra casa entraban aquellas húngaras,  blancas como la leche,  arrastrando sus faldas de colores brillantes. Entraban para llenar de agua sus jarras, porque mi abuela les daba permiso.

 
 Esos húngaros fueron la primera tribu que conocí, con niños y niñas, mujeronas y hombres que se mantenían todo el día viendo la dentadura de un atajo de de yeguas y caballos para negociar con aquellos últimos jinetes, mis paisanos.

 
Así como entraba y salía por todos lados, así entré a la casa parroquial al ver amontonarse un puñado de señores de Sitalá. Había llegado monseñor Luna. Eso fue un día antes de que llegara el teniente coronel. Creo que a monseñor Constantino Luna ya le decían señor obispo. La gente se hincaba y le besaba un anillo reluciente de la mano derecha.

 
- Que la gente de Sitalá ponga un trapo blanco en señal de paz y rendición, oí decirle a monseñor Constantino Luna Pianegonda.

 
 Los señores de Sitalá cuchicheaban y luego salían disparados. Eso fue como a las cuatro de la tarde en aquel junio de la invasión. A las seis, entre la claridad moribunda del día,  colgaban trapos blancos en todos los postigos de Sitalá. A esas horas monseñor Luna ya estaría regresando a Zacapa, su sede apostólica, después de sembrar paz en la desarmada villa.

 
Aquella no fue una rendición impuesta sólo por el emisario del Cristo Negro, pues se notaba  complicidad en casi toda la gente, especialmente  católicos y aquellos de la cofradía maya. Juntaron sus creencias tradicionales para apoyar voluntariamente la invasión.

El Día que Conocí a Castillo Armas


-¡Retírense !

 Voz de mando un poco aflautada en aquella cara  como cáscara  de palo resecado por aires de tierra caliente. Tenía un medio bigotito, negro y lacio. La cabeza descubierta, sin birrete, sin kepis, con el pelo recortado a la manera de los soldados. Su cuerpo encasquetado dentro uniforme color caqui le quedaba como bailando, dándole un toque de payasito triste.
 
No volvió a repetir la orden, ni tenía porque hacerlo. Con una vez bastó para que, con mi hermanito, entendiéramos.  El señor tenía toda la razón, aunque nosotros creyéramos que estábamos ayudando a secar las gomas y las varillas del parabrisas de La Lupita, así se llamaba  la camionetilla de doña Guadalupe Baldelomar.

En junio siempre llueve en  Sitalá. Eran como las once de la mañana  y apenas caían unos goterones desganados. Pero ya amenazaba el aguacero con aquellos truenos que retumbaban por el redondel de cerros y tronaban allí abajo en Sitalá, como ecos recién llegados de otro mundo. Aguacero y después sol. Una y otra vez. Así llueve por esos lugares.

Había sol cuando todavía trasteábamos las varillas rellenas de hule , mirando  el vidrio delantero chorreando agua enlodada.  Dos niños traviesos trataban de secar el vidrio.En esas estábamos cuando salió la voz  seca y ablandada del que parecía soldado.

En ese momento La Lupita estaba  estacionada frente a la oficina de correos y telégrafos. De esa oficina salió aquella mañana de junio el teniente coronel Carlos Castillo Armas quien tenía toda la razón, aunque yo lo sintiera como regaño. La camionetilla no era de él, quizá se la habían prestado ya que casi toda la gente en  la muy noble y muy leal villa de Sitalá  propalaba ser castilloarmista, demostrándole apoyo incondicional a un desconocido  al que empezaban a llamar caudillo.

 Mi hermanito se había ido a saber para dónde  y la atmósfera era un fulgor naranja en vez del gris tormentoso anunciándose hacía apenas unos instantes.

Mi edad: ocho años. Mi mundo pleno: Sitalá. Como amaba, dios mío, ese pequeño mundo. Quizá para otros era un cascarón de casonas viejas entreveradas por calles destartaladas. Para mi era la plenitud, el juguete perfecto. Los callejones de lodo rojizo, una mina para hacer carreteras y efímeros castillitos de arena;  los escarabajos vivos y torpes, blindados como tanques de guerra. Sobre ellos cayó mi violencia después del ademán de policía: ¡retírense!

 En ese momento algo sinistro estaba sucediendo, algo como un terremoto aunque la tierra estuviera  firme. Era un terremoto de otra clase que no podía adivinar, sólo el presentimiento doloroso de que algo malo volaba alrededor como viento negro.

Lo cierto es que había visto al famoso Castillo Armas. Y había hablado, pero no fue ni un saludo amable, ni una broma chispada, menos una sonrisa. Era una orden con regaño de guardián. ¡retírense!.

Nunca se me olvidó la vez que conocí al teniente coronel  Castillo Armas. Nunca más lo volví a ver en persona. El estaba solito, íngrimo. Así salió al andén porque quizá oyó bulla de niños traviesos. Y tenía razón de enojarse al vernos fregar la camionetilla. Ahora con este montón de recuerdos, pienso que tal vez el teniente coronel estaba poniendo un telegrama o llamando por aquel teléfono de manubrio, medio gritando aló, aló, aló, a saber  a quién. Yo me retiré sin decir nada y  cuando  llegué a la casa fue sólo para oír  a cada rato que Sitalá estaba tomada por las tropas de la liberación nacional dirigidas por el libertador Castillo Arnas, aquel hombrecito que no daba ni miedo ni nada en la oficina de correos. Al día siguiente, siempre a las once de la mañana, miré las tropas de campesinos desarmados, el pelo recortado en disminución alta y calzando caites hechos con rebanadas de hule de llantas marca goodyear. Eran campesinos de las aldeas de Sitalá,  los mismos que llegaban cada domingo a la plaza para vender y comprar sus cositas. Sólo me admiré de ver aquellos dos o tres señores extraños con sus pequeñas metralletas colgadas al hombro. ¿cómo había aparecido eso?  ¿qué más iba a suceder?

domingo, 16 de septiembre de 2012

palestinos y mayas guatemaltecos masacrados en septiembre

La matanza de Sabra y Chatila ejecutada en 1982, el día 16 de septiembre, ofrece cierto parecido con las  masacres en Nebaj, Quiché, un día antes, o sea 15 de septiembre, día oficial para la denominada independencia nacional de Guatemala.
Las similitudes percibidas desde que tuve noticia sobre aquellas atrocidades son mínimas pero evidentes: Tanto los palestinos como estos indígenas, eran poblaciones de mujeres y hombres indefensos, familias con numerosa niñez y ancianidad, asesinados en el acto.
El asesinato colectivo fue lo que en jerga se clasifica como operativo militar, cargada sobre civiles desarmados; una acción oficialmente autorizada, ordenada por jefes de gobierno. Así ocurrió en Líbano y Guatemala.
Dicho genocidio manchó de sangre las manos de cristianos asesinos, porque ambas masacres fueron efectuadas en nombre del cristianismo. Asiático o mesoamericano, pero que viva siempre  Cristo Rey, con sus respectivas falanges libanesas o guatemalecas.
Indígenas y palestinos, hasta donde se sabe, no eran culpables de nada. Aún así ya estaban sentenciados a morir por los propietarios de la ley de matar seres humanos.
Impunidad es el velo que disimula ambos hechos sangrientos del septiembre de 1982, tanto en Beirut como en Quiché. Obviamente lo de Sabra y Chatila obtuvo más repercusión internacional, mientras que los de esta etnia ixil-guatemalteca quedaron en la impunidad, el silencio  y el olvido.  Mejor dicho, nunca se reconoció públicamente el hecho criminal. No se habla de eso, menos en medios internacionales. Mejor dicho, aquí a veces  se habla  para negar tal masacre de lesa humanidad.  De esa  manera el presidente militar actual, quien quizás estuvo activo en Nebaj, está afirmando constantemente con  voz fuerte:  En Guatemala no hubo genocidio. Nuestro señor presidente cuando afirma, niega. En eso representa el vivo ejemplo de toda la historia nacional, incluida la cacareada independencia patria correspondiente al mes de septiembre del actual calendario gregoriano. 
Pero la similitud que más recuerdo de los dos genocidios es que fueron ordenadas por dos renombrados generales, ahora ya desahuciados por la decrepitud: Ariel Sharon y Efrain Ríos Montt. Uno general judío, cristianísimo el famoso general  Efrain. Seguramente ambos van camino al paraíso sin sufrir condenas en este mundo que además fue de ellos por su gran poder.
A saber si tendrá que ver con el asunto, pero aquí quedaron agencias israelíes de policía como vivo recuerdo de aquellos años de aldeas masacradas. No creo que estuvieran guatemaltecos aquel día de Sabra y Chatila, pero agentes de Israel todavía siguen prestando acá  sus buenos servicios en el secreto mundo de las armas.